Ah, la piñata… Seguramente muchos ya habrán olvidado esa sensación…
Debo confesar que si alguna vez, por un ínfimo momento, sentí algo parecido a la felicidad, si por un instante fui feliz, fue en esos infinitos segundos en los cuales el palo de una escoba, blandido en el aire por un infante mareado y con los ojos vendados, golpea el blando y frágil costado de una bolsa de papel de colores repleta de caramelos, chicles, chupetines, y hasta a veces “sorpresitas” de plástico, y todo ese contenido maravilloso cae al suelo, y uno siente cosquillas en estómago que se quedan ahí, porque uno es muy chico como para ponerse a pensar sobre eso y después ya no las vuelve a sentir más, pues nunca más vuelve a participar de una piñata.
Mucho se puede aprender de una piñata. Allí se manifiestan los más salvajes y desbocados instintos de apropiación individualista de preciadísimos bienes de consumo, pero también la solidaridad, a veces sincera y a veces forzada por la presión social, de redistribución del botín de parte de los más favorecidos hacia aquellos que se han quedado con las manos vacías -generalmente, los más débiles y pequeños.
Se manifiesta un sutil arte de la guerra, pues cada competidor exhibe diferentes estrategias para llenarse los bolsillos de golosinas: están los que se abalanzan sin más, no bien empiezan a caer los manjares; están los prudentes que esperan el momento adecuado; están los más estrategas de todos, que se ríen de las bestias salvajes mientras recorren el perímetro de la montonera, cosechando la cantidad nada despreciable de mercadería que va a parar a esa zona y que es olímpicamente ignorada por la mayoría.
Y está también el desdichado encargado de romper la piñata, que siempre llega tarde a la recolección, pero que pocas veces se queja, tal vez porque la satisfacción de causar todo ese caos lo compensa con creces.
Así que ya lo saben: si realmente quieren sentirse niños una vez más, rompan una piñata, y revivan el más maravilloso ritual de la infancia.