miércoles, 27 de octubre de 2010

La democracia caníbal: aprendiendo filosofía con el senador Saravia

El senador Saravia ha dicho que se opone a la ley interpretativa que dejaría sin efecto la Ley de Caducidad, por su "posición filosófica". Ya que el senador Saravia ha planteado la discusión en términos filosóficos, hablemos en tales términos, y veamos donde nos conducen.

Saravia se ha parado en una posición filosófica muy clara: una que podríamos llamar "rousseaunianismo radical". Es decir, que "la voluntad del pueblo", o la "voluntad general" emite "decisiones soberanas" por encima de las cuales no existe ninguna autoridad; ella sería la autoridad última, o legítima en última instancia.

El senador adopta así una de las muchas acepciones que tiene el concepto "democracia", concepto que a lo largo de la historia ha sufrido innumerables vicisitudes: en época de Rousseau y de la Revolución Francesa, era una mala palabra; hoy en día, parece ser una palabra sagrada.

El concepto particular de democracia (porque si algo lo caracteriza hoy, es su enorme polisemia) que defiende Saravia es, a mi juicio, una de las tantas formas que puede adquirir una "democracia radical". Y con su defensa, ha (re)planteado, ha reeditado, una vieja polémica que se arrastra en el mundo de la teoría política (es decir, de la filosofía) occidental desde por lo menos el siglo XVIII: la oposición irresoluble entre liberalismo y democracia o, por decirlo así, entre Locke y Rousseau.

¿Cuál es esta polémica? Básicamente, gira en torno a la cuestión siguiente: suponiendo que existe algo llamado "pueblo", capaz de manifestar una "voluntad general" y de emitir "decisiones soberanas" sobre sí mismo, ¿hay algún límite para el alcance de tales decisiones?

El liberalismo político dirá que sí, que los derechos y las garantías individuales y, luego, los derechos humanos, están por encima, están fuera del alcance de las decisiones que pueda tomar "el pueblo". No es más, como decía, que la clásica formulación de Locke: "el pueblo" delega su poder en un soberano (en rigor, un representante de la soberanía popular), a condición de que éste respete ciertos derechos inherentes a las personas que lo componen (derechos cuya lista no ha cesado de ampliarse y revisarse desde aquel entonces). Cuando esa condición es rota por el representante, se "activa" el derecho de a la rebelión de los representados. Pra ver una clara y clásica puesta en práctica de esta ideología, baste leer la Declaración de Independencia de los trece Estados Unidos de América.


Ahora bien, volvamos a la postura filosofíca del senador Saravia. Es una postura, huelga decirlo, claramente anti-liberal. Es una postura que, llevada a sus consecuencias lógicas, avala la elección (sin duda legal) del partido nazi durante la República de Weimar, y de la misma manera avala las violaciones a los derechos humanos que se encuentran protegidas por la Ley de Caducidad.
Es decir, es una postura que considera legítimo que una sociedad (de nuevo, formulada a través del concepto de "pueblo", harto discutible y todo un problema filosófico en sí), delimitada, creada, en este caso, por un Estado (1), decida privar del derecho (positivo o natural) más básico de todos a una parte de sí misma: el derecho a la vida. y junto con él, privar a esa parte de otros derechos, apenas menos básicos y subsidiarios de aquél.

Para decirlo más crudamente: ¿qué diferencia filosófica hay entre la posible legitimidad de la elección democrática del partido nazi, un partido político que explícitamente proponía liquidar a una parte del "pueblo" sobre el que pretendía gobernar, y la posible legitmidad, también refrendada por una "decisión popular y soberana", de la Ley de Caducidad, una ley que ampara la privación de esos mismos derechos a una parte de la sociedad sobre la cual se ha legislado?


Ese es el drama del fenómeno fascista: la novedad de su forma de opresión, inconcebible antes del siglo XX. Alexis de Tocqueville lo exponía así en su obra La democracia en América, publicada entre 1835 y 1840, revelando esta misma incapacidad de pensar más allá de las categorías disponibles en la época en que él pensaba, amén de varias agudas observaciones más:

(...) el tipo de opresión que amenaza a las naciones democráticas es diferente de cualquier cosa que jamás haya existido en el mundo: nuestros contemporáneos no encontrarán ningún prototipo de él en su memoria. Yo mismo estoy tratando de elegir una denominación que exprese adecuadamente la idea completa que me he hecho de él, pero es en vano: las viejas palabras “despotismo” y “tiranía” son inapropiadas, la cosa en sí misma es nueva, y desde el momento en que no puedo nombrarla, debo intentar definirla. (2)

El drama fascista: una forma de democracia, "radical" por su extremismo, que no conoce límites para el alcance de las "decisiones del 'pueblo' ". Una democracia caníbal.


Que quede claro que en mi argumentación he sido absolutamente sincero: no pretendo descalificar la posición filosófica del senador Saravia apelando al falaz recurso del reductio ad Hitlerum, sino plantear, a mi modo de ver, la discusión filosófica y política en sus términos más desnudos.

Por supuesto, en un marco político auténticamente liberal, el partido nazi habría sido ilegalizado y reprimido, de la misma forma en que, en el mismo marco, la Ley de Caducidad tampoco podría haber sobrevivido.

--------------
(1) Como dice Ignacio Lewkowicz, lo que hace que un pueblo sea un pueblo es el hecho de estar sometido a las mismas leyes.

(2) El texto continúa así: "Intento trazar los nuevos rasgos con los cuales el despotismo puede aparecer en el mundo. La primera cosa que llama la atención del observador es una innumerable multitud de hombres, todos iguales y similares, esforzándose incesantemente por procurarse los insignificantes y mezquinos placeres con los cuales sacian sus vidas. Cada uno de ellos, al vivir separado, es como un extraño respecto del destino de los demás, pues sus hijos y sus amigos personales constituyen para él la totalidad de la humanidad. En cuanto al resto de sus conciudadanos, está junto a ellos pero no los ve; los toca, pero no los siente, y si bien sigue manteniendo vínculos con sus parientes, se puede decir que en todo sentido ha perdido a su país.

Sobre esta raza de hombres se yergue un poder inmenso y tutelar, el cual asume por sí mismo la tarea de garantizar sus gratificaciones y cuidar de su suerte. Ese poder es absoluto, minucioso, regular, providente y blando. Sería como la autoridad de un padre si, al igual que dicha autoridad, su propósito fuera preparar a los hombres para la madurez; pero, por el contrario, se propone mantenerlos en una infancia perpetua: está muy satisfecho de que el pueblo se regocije, siempre que no piense más que en regocijarse. Para su felicidad es que dicho gobierno trabaja de buen grado, pero elige ser el único agente y el único árbitro de esa felicidad: se ocupa de su seguridad, prevé y cubre sus necesidades, facilita sus placeres, se hace cargo de sus preocupaciones principales, dirige su industria, regula la transmisión de la propiedad y subdivide sus herencias. ¿Qué resta, si no que los libere de toda la preocupación de pensar y de todo el problema de vivir?

Así, hace que cada día el ejercicio del libre albedrío humano sea menos útil y menos frecuente; circunscribe la voluntad a un círculo más estrecho y gradualmente despoja al hombre de todas sus prerrogativas. El principio de la igualdad ha preparado a los hombres para estas cosas: los ha predispuesto para soportarlas y, a menudo, para considerarlas un beneficio.

Tras haber apresado con éxito a cada miembro de la comunicad en sus poderosas garras y haberlo moldeado a su voluntad, el poder supremo existe su brazo sobre toda la comunidad. Cubre la superficie de la sociedad con una red de pequeñas y complicadas reglas, minuciosas y uniformes, a través de la cual no pueden penetrar las mentes más originales y los caracteres más enérgicos, para alzarse sobre la multitud. No se rompe la voluntad del hombre, sino que se ablanda, se la tuerce y se la guía: muy pocas veces se fuerza a los hombres a actuar, pero constantemente se les impide hacerlo; un poder tal no destruye, sino que impide la existencia; no tiraniza, sino que oprime, enerva, extingue y estupidiza al pueblo, hasta que cada nación queda reducida a no ser más que una manada de animales tímidos e industriosos, de la que el gobierno es el pastor."

Véase: ¿Es la igualdad enemiga de la libertad?, por Robert Dahl.