El Rafa se incorporó en la silla. Se había ido deslizando subrepticiamente hasta adoptar una posición casi horizontal, apoyando los pies en el banco de adelante.
-Atún atún –exclamó el Seba.
-No, acordate de la vez que nos metimos equivocados en el baño de la abuela de Facundo –dijo Fernando.
El Rafa miró para afuera. Nadie había traído cañas de pescar. Mucho menos el Pasquín había sacado número para el otorrinolaringólogo.
-O podría ser un platillo volador –dijo el Seba, retomando una conversación que nadie recordaba
-Claro, aquella vez que volvimos.
-Aunque nunca me quedó claro qué tenían que ver los robots que Pablo había dibujado con carbón en la pared esa que dos años después la Intendencia la demolió.
-Las cosas pasan, así porque sí –sentenció el Arandela.
Se escuchó la explosión de una cajita de jugo Baggio pisada por alguien.
El absoluto: al final no se manifestó ni el armadillo. Y eso que se lo habían pedido hasta que todos se acordaron del libro de Inzaurralde. Que después la agorafobia lo terminó machacando, si mal nadie recuerda.
Un pajarito se posó en la ventana. El Rafa se distrajo al mirarlo, como despabilándose.
-¡Mamá, papá, comprame Charoná! –vociferó una radio mal disimulada entre las ropas de Gonzalo.
-¿Sabés qué hace falta acá?
-El miércoles, me dijo.
-Eso te puede lastimar la vista.
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