jueves, 12 de junio de 2008

La muerte, primera parte

Cuando yo era chico, la gente se moría menos. Aún siendo conciente de que en determinado momento, o por ciertas circunstancias, las personas mueren, tal acontecimiento era excepcional y siempre distante en mi universo infantil.

Fue a partir de mi adolescencia que empecé a notar cómo más gente a mi alrededor moría: mi abuelo paterno, una compañera de clase, el padre de un amigo. Pero no sólo personas más o menos cercanas a mí. Cada vez con mayor frecuencia morían conocidos de la familia, vecinos de toda la vida, y en especial, amigos y parientes de mis abuelos.

Hacía tiempo ya que había llegado a la conclusión de que la muerte no tiene nada que ver con los muertos. Es un asunto exclusivo de los vivos. Nunca entendí la parafernalia de velorios, entierros y ceremonias solemnes, las mentiras panegíricas y la estupidez esa de que la única muerte es el olvido. Los muertos no son más que simples pretextos.

Ahí están, para los que desconfían, mis abuelos. La muerte de viejos amigos, o vecinos, les sirve de excusa para encontrarse con otros viejos amigos y vecinos, para el chisme y la lamentación estereotipada, para la humana y vital necesidad de comunicación. Poco a poco, velorios y entierros se van convirtiendo en sus más importantes reuniones sociales.

Allí, casi no hay dolor. El verdadero dolor hay que buscarlo en las otras muertes.