Sí señora. Sí señor. Terminó
Roma, la soberbia (y me quedo corto) serie de televisión de HBO/BBC/RAI. Derramo una lágrima de tristeza, y otra de agradecimiento. Tristeza porque no habrá una tercera temporada, agradecimiento por los niveles de excelencia que supo lograr.
Debo confesar que la primera vez que me acomodé en el sillón para verla, esperaba encontrarme con una superproducción repleta de batallas y aventuras épicas. Nada de eso. Al menos, nada de eso en la forma clásica que la épica adopta en el cine.
En su lugar, se desplegó ante mí la maravillosa cotidianeidad, de la gente común y de la gente que recuerdan los monumentos, del ocaso sangriento de la antigua República romana, y el amanecer no menos turbulento del Imperio.
Las intrigas políticas, las pasiones, las relaciones sociales, el ordenamiento jurídico, la economía, las mentalidades, todo eso y mucho más se desplegó ante mi estupefacto ser capítulo tras capítulo, logrando una de las mejores producciones históricas (o sea, sobre un período histórico) que se hayan filmado.
Uno no puede evitar compararla con otras obras de cine o televisión que tratan sobre la antigua Roma. Sobre todo aquellas viejas películas cubiertas de un halo de romanticismo o idealización. Está bien, son productos culturales de su tiempo, pero debemos agradecer que los tiempos hayan cambiado para que se pueda mostrar en la pantalla, sin problemas, escenas de sexo y de violencia como de las que hace gala
Roma.
A no caer en un equívoco facilongo ante estas palabras: el sexo y la violencia en
Roma no son, en absoluto, "anzuelos" para el espectador; una obra de arte semejante no caería en el mamarracho de querer captar a la audiencia con argumentos tan gastados (y efectivos, a qué dudarlo). Lo que en otros lugares es la excusa para la obra, aquí se inserta naturalmente en la trama narrativa, casi sin que uno se dé cuenta.
La presentación no es más que la síntesis de todo esto. Nada de batallas y soldados, o gladiadores. Sólo gente borrosa caminando por las callejuelas de la antigua Roma, entre paredes repletas de
grafittis que cobran vida y nos hablan sobre esa vida cotidiana. El pasado cobra vida frente a nuestros ojos azorados.
Mención aparte merecen las actuaciones. También formidables. El solo personaje de Julio César basta como justificativo para ver toda la primera temporada, la cual comienza con el cruce del Rubicón y termina con su asesinato (lo bueno de esta historia es que uno ya se sabe algunos finales). La segunda continúa desde allí hasta la coronación de Augusto.
Sin embargo, la historia es narrada a través de las vidas de dos legionarios romanos, dos soldados comunes y corrientes que van desempeñando distintos papeles en las cambiantes situaciones políticas de esos pocos años. Personajes también impecablemente logrados.
Quizás se deba a mi pasión por la Historia, o a la imagen esteoreotípica que Hollywood nos ha creado acerca de este trozo del pasado, pero
Roma es una serie que o te fascina o no te llama la atención. Vale decir, si uno quiere ver batallas y juegos en la Arena, más le vale alquilarse
Gladiador que se va a divertir mucho más.
A mí, como resulta evidente, me fascinó. Probablemente, lo más asombroso sea el retrato de una sociedad auténticamente pagana, auténticamente amoral, tan sincera como hipócrita. Tan pasional. Retrato que evita cuidadosamente el peor pecado del historiador: el anacronismo. Porque
Roma no cae en idealizaciones ni en moralismos propios de épocas posteriores, ni le son extrapolados elementos culturales ajenos.
Una vez más, el vil metal priva al mundo de semejante deleite. Ya nos sucedió, salvando las distancias y las escalas, con Los Simuladores. Excelencias televisivas cuyos gastos de producción las hicieron inviables.
Como sea, te regalo mis dos gotitas saladas. Salve.