miércoles, 20 de febrero de 2008

La piñata como estructurador de la personalidad

¿Cuánto hace que no rompen una piñata? ¿Cuándo fue la última vez que se zambulleron en una pila de gente en busca de los caramelos y los chicles caídos de una desgarrada bolsa de papel?

Ah, la piñata… Seguramente muchos ya habrán olvidado esa sensación…

Debo confesar que si alguna vez, por un ínfimo momento, sentí algo parecido a la felicidad, si por un instante fui feliz, fue en esos infinitos segundos en los cuales el palo de una escoba, blandido en el aire por un infante mareado y con los ojos vendados, golpea el blando y frágil costado de una bolsa de papel de colores repleta de caramelos, chicles, chupetines, y hasta a veces “sorpresitas” de plástico, y todo ese contenido maravilloso cae al suelo, y uno siente cosquillas en estómago que se quedan ahí, porque uno es muy chico como para ponerse a pensar sobre eso y después ya no las vuelve a sentir más, pues nunca más vuelve a participar de una piñata.

Mucho se puede aprender de una piñata. Allí se manifiestan los más salvajes y desbocados instintos de apropiación individualista de preciadísimos bienes de consumo, pero también la solidaridad, a veces sincera y a veces forzada por la presión social, de redistribución del botín de parte de los más favorecidos hacia aquellos que se han quedado con las manos vacías -generalmente, los más débiles y pequeños.
Se manifiesta un sutil arte de la guerra, pues cada competidor exhibe diferentes estrategias para llenarse los bolsillos de golosinas: están los que se abalanzan sin más, no bien empiezan a caer los manjares; están los prudentes que esperan el momento adecuado; están los más estrategas de todos, que se ríen de las bestias salvajes mientras recorren el perímetro de la montonera, cosechando la cantidad nada despreciable de mercadería que va a parar a esa zona y que es olímpicamente ignorada por la mayoría.

Y está también el desdichado encargado de romper la piñata, que siempre llega tarde a la recolección, pero que pocas veces se queja, tal vez porque la satisfacción de causar todo ese caos lo compensa con creces.

Así que ya lo saben: si realmente quieren sentirse niños una vez más, rompan una piñata, y revivan el más maravilloso ritual de la infancia.

Te extrañamos

Como simple recordatorio, pues cualquier otra cosa sería superflua, transcribo unos fragmentos de Heavier than Heaven, la biografía de Kurt Cobain escrita por Charles R. Cross. Un par de episodios mínimos en la vida del joven Cobain, que no dejan de emocionarme cada vez que los leo.


Su círculo de amistades se trasladó poco a poco de sus amigos de Monte a sus colegas de Aberdeen, pero en ambos casos la principal actividad de la pandilla consistía en emborracharse de una manera u otra. Cuando no tenían la oportunidad de asaltar en mueble bar de algún padre, recurrían a uno de los numerosos individuos que vagaban por las calles de Aberdeen para que les ayudara a comprar cerveza. Kurt, Jesse Reed, Greg Hokanson y Eric y Steve Shillinger establecieron una relación comercial habitual con un personaje pintoresco al que apodaban el Gordo, un alcohólico empedernido que vivía con su hijo retrasado, Bobby, en un hotel en decadencia llamado Morck. El Gordo accedía a comprarles alcohol siempre y cuando le pagaran y le ayudaran a llegar a la tienda. Aquello suponía un laborioso proceso que en la práctica guardaba cierto parecido con un sketch de Buster Keaton y que podía durar todo el día: "Primero teníamos que ir hasta el Morck con un carrito d ela compra -recordaba Jesse Reed-. Luego subíamos a su habitación y lo despertábamos. Siempre nos lo encontrábamos en paños menores, todo mugriento, con un pestazo que echaba para atrás y todo rodeado de moscas. Era horrible. Teníamos que ayudarle a ponerse aquellos pantalones enormes, y luego a bajar las escaleras, y eso que pesaba más de doscientos veinte kilos. Como estaba demasiado gordo para ir por su propio pie a la tienda, lo poníamos en el carrito y lo empujábamos. Si sólo queríamos cerveza, lo levábamos hasta el supèrmercado, que por suerte se hallaba más cerca. Y lo único que teníamos que hacer por él era comprarle una botellita del whisky de malta del más barato que tuvieran".
El Gordo y Bobby, una extraña pareja donde las hubiera, se convirtieron sin saberlo en los primeros personajes de algunas de las narraciones de Kurt, quien escribió relatos cortos sobre ellos, concibió canciones imaginarias sobre sus aventuras y los dibujó en su diario. Su relación con el Gordo y Bobby no se veía exenta por completo de afecto, dado el grado de empatía que Kurt sentía por la situación en apariencia sin esperanzas en la que se hallaban. Aquel año por Navidad Kurt le regaló al Gordo una tostadora y un disco de John Denver en Goodwill. Al coger aquellos regalos con sus enormes manos enguantadas, el Gordo preguntó, incrédulo: "¿Todo esto es para mí?". Y rompió a llorar. El Gordo se pasó varios años contando a todo el que se cruzaba con él en Aberdeen lo fenomenal que era Kurt Cobain. Se trataba de un pequeño ejemplo de la dulzura que afloraba a veces incluso en el mundo de tinieblas de Kurt.

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Lo único que quería más que a Tracy aquella primavera era su mascota Kitty: Kurt había cuidado de aquel roedor macho desde su nacimiento, alimentándolo con un cuentagotas durante sus primeras semanas de vida. La rata solía estar encerrada en su jaula, pero en ocasiones especiales Kurt la soltaba para que corriera por la casa, pues una cuantas cagarrutas de rata no iban a echar a perder la mugrienta moqueta. Un día, mientras Kitty estaba correteando por la casa, Kurt vio una araña en el techo y animó a Kitty a atraparla. " '¿Ves a esa cabrona, Kitty?' le dije. 'Ve por ella, mátala, cógela, cárgatela' ", anotó Kurt en su diario. Pero Kitty no atacó a la araña, y cuando Kurt regresó con un bote de desodorante Brut en spray para matar a la araña, oyó un sonido desgarrador y miró hacia abajo:

Mi pie izquierdo (...) encima de la cabeza de la rata. La pobre empezó a dar saltos chillando y sangrando. Yo le pedí perdón a gritos treinta veces. La envolví en un par de calzoncillos sucios y la metí en una bolsa de papel. Encontré una tabal de madera, saqué afuera la rata y la aporreé con la tabla; la puse de costado y pisé la bolsa. Noté cómo se le rompían los huesos y se le reventaban las tripas. Tardé dos minutos en poner fin a su agonía y luego me pasé la noche hundido en la miseria. Estaba calro que no la quería lo suficiente, no como la quiero ahora. Entré de nuevo en la habitación y me quedé mirando las machas de sangre y la araña. "Vete a la mierda", le grité, y pensé en matarla, pero la dejé allí para que acabara paseándose por mi cara mientras me quedaba allí tumbado y despierto toda la noche.



Feliz cumple